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Por: Redacción La Industria

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Publicada el 03/10/2020 - 12:42 PM

[Opinión] Colores de estela, por Cecilia de Orbegoso


Si llegáramos a internalizar el costo y valor real de las decisiones que tomamos, probablemente haríamos caso omiso a cualquier réferi social.

Hace dos días Estela, una amiga muy querida y de las más pericas que tengo, fiel a su teoría de que no hay nada más gratificante que engreírse a una misma, me mandó a mi casa de regalo un set de 12 esmaltes de OPI, de la nueva colección que acababan de lanzar, “Musa de Milán”, con una nota que decía “para que te acuerdes de nuestras aventuras en la universidad Bocconi”. 

Si los cálculos no me fallan, cinco años atrás Estela, un poco cansada de la monotonía limeña (que la tenía cada vez menos motivada) y, de paso, tratando de hacer un giro en su carrera, buscó un par de opciones para estudiar algún curso que le ofreciera la combinación perfecta entre moda, finanzas y parranda. En un abrir y cerrar de ojos encontró el programa perfecto, en una de las universidades más prestigiosas del mundo y que, para su suerte, quedaba nada más y nada menos que en Milán. 

Las famosas clases empezaban en febrero, en pleno verano del hemisferio surpor lo que el fin de semana antes de partir, Estela (como era su costumbre en esa época) lo pasó en Ancón con su novio y su grupo de amigos. La tarde del sábado, en altamar, se encontraban con ellos dos muchachos españoles, amigos de un amigo. Al enterarse de los planes de Estela, uno de ellos pícaramente advirtió “uy, te vas a Italia. Pobre tu novio, esos italianos son peligrosos”. Estela, aunque había estado incontables veces en dicho país, no había caído en cuenta de los “peligros” (o mejor dicho glorias) de pasar un tiempo sola en Italia, por lo que este comentario le abrió los ojos a un sinnúmero de posibilidades que no había considerado.  

Ya que somos tan cercanas y que nos encontrábamos viviendo a solamente tres horas de viaje de cada una, me pidió que la acompañe por lo menos una semana. Nos encontramos un viernes por la noche en el aeropuerto de Malpensa y, con “calzone” en mano, nos subimos a un Uber convenientemente piloteado por un hombre extremadamente guapo. “Que bien nos recibe esta ciudad” decía yo, mientras Estela trataba de conectarse a alguna red de Wifi para decirle a su novio que había llegado.  

Esa primera noche nos fuimos a un hotel en Brera, y después de un sábado de gelato, fotos y tiendas, armamos maletas y fuimos a recibir las llaves del departamento que ella había alquilado junto a la universidad. Como si del destino se tratase, no habíamos terminado de descifrar si era a la izquierda o derecha a donde se debía girar la llave, cuando un grupo de tres chicos de aproximadamente 30 años se ofreció a ayudarnos con la mudanza. Eran los vecinos de Estela, los cuales, muy acogedores, nos invitaron esa noche a una fiesta. Estela, bastante “quedada”, me decía que le daba vergüenza ir, mientras yo, con ganas de salir, le decía “¡Vergüenza! Eso solo para los ladrones y los mentirosos…vamos, damos una vuelta, y si no nos gusta, nos vamos”. Gracias a mis infalibles poderes de convencimiento, dos horas después Estela me exigía que le dé un espacio en el baño, ya que quería darle el retoque final a su look de femme fatale.  

Quince minutos después, Gin and Tonic en mano, nos encontrábamos como pez en el agua dos pisos más abajo. La mañana siguiente se perfilaba incluso más interesante, ya que uno de nuestros vecinos, quien trabajaba en el mundo del futbol, nos invitó a la final de algún campeonato en un palco en el estadio de San Siro. Como si yo tuviera dotes de pitonisa (o tal vez debido a lo bien que conocía a mi amiga) inmediatamente volteé y le dije a Estela “ni se te ocurra decir que no porque te da vergüenza, que no tienes mejor plan que pasar la tarde haciendo compras en Zara”. Fue así que, un partido después, afianzamos nuestra relación con ese grupo de muchachos que acabábamos de conocer.

Desafortunadamente el momento de mi despedida llegó demasiado pronto, Estela empezaba clases y yo tenía que volver a mi trabajo. Pero a diferencia de lo que esperaba, mi ausencia no se hizo notar en absoluto, los siguientes días para Estela fueron de lo más entretenidos. Su grupo nuevo de vecinos, bastante acogedores, se encargaron de hacerle un dinámico itinerario: caminatas nocturnas por Corso Como, cocktails en la terraza de la Rinascente frente al Duomo, comidas en típicas trattorias con extensos grupos de amigos y la lista continuaba.

Llegado el momento de cerrar sus cursos, Estela, quien durante este período había tenido un comportamiento impecable, no dejaba de cuestionarse si estaba completamente contenta con la vida que le esperaba en Lima "¿será que por elegir siempre la combinación segura me estoy perdiendo de la sección más aventurera de la paleta? no podía dejar de preguntarse.  Una vez terminadas las clases, nos encontramos nuevamente un viernes por la noche en Bruselas. Estela, con una certeza absoluta, me dijo “este curso me ha abierto los ojos”. Pero, con bastante menos convicción, continuó “que pena que esta experiencia ya terminó”.

Yo, que a lo Sherlock Holmes siempre me gustaba indagar, le pregunté “¿Por qué descartas tan rápidamente la posibilidad de que te puedas quedar?” y mientras Estela contemplaba dubitativa el horizonte, yo, completamente empalagada por una sobredosis de chocolates, hacía los planes para el siguiente domingo en Brujas.

Días después me despedí de mi amiga querida, pero me llevé conmigo no solo la gloriosa culpa de mis dulces en exceso, sino también la certeza del sinsabor que cargaba Estela con ella, causado por el añoro de una aventura que, por algún tabú establecido, no se pudo siquiera plantear.  

Un par de meses después, por amigos en común, encontré un trabajo ideal para Estela en Roma. Inmediatamente la llamé “¡Estela, tienes que postular! ¡Manda tu curriculum ya!”. A pesar de estar convencida de que nunca la iban a llamar, me hizo caso, y dos semanas después le ofrecieron el trabajo. “¡Que felicidad, arma las maletas y vente ya!”, pero ella, siempre dubitativa, me dijo que no se atrevía. “Creo que voy a decir que no, acá por lo menos tengo una rutina establecida, un chico y un grupo de amigos, no me atrevo a empezar de cero… además ¿qué van a decir de mí? Ya casi en mis 30, dejar mi trabajo y a mi novio de años por nada seguro”. 

Yo, dejándome llevar por el egoísmo de querer tener a mi amiga cerca, no dejaba de escandalizarme por semejante oportunidad tirada por la borda. Pero después, poniendo a un lado mis más egocéntricas intenciones, me detuve un momento para reflexionar sobre la importancia del poder de decisión, y la capacidad de discernir entre las cosas que buscamos y las que verdaderamente valen la pena buscar. Yo siempre he considerado que, a pesar de vivir en una sociedad en la que nuestras acciones son perennemente juzgadas bajo la lupa de otros, si llegáramos a internalizar el costo y valor real de las decisiones que tomamos, probablemente haríamos caso omiso a cualquier réferi social.  

Años después Estela, arrepentida de su decisión, un viernes por la noche en el cual ambas salimos por un par de copas, me confesó “no sé porque tuve tanto miedo de ponerle un poco de color a mi historia”.


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