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Foto Cortesía.
Por: Redacción La Industria
PLAN B
Publicada el 12/04/2020 - 01:23 PM
Cuentos liberteños: seis textos breves para que aproveches a leer durante la cuarentena [II]
Publicamos seis textos literarios escritos por autores del norte peruano para que te puedan acompañar en tu aislamiento domiciliario.
TRES HIERBAS EN UNA, Ángel Gavidia
Subía por la cuesta de Lircaycuando, descansando bajo un molle frondoso, hallé al diablo.
–¿Va usted a Cundurmarca, amigo? –me dijo.
–Sí. Allá voy si no me caigo –le contesté bromeando, para disimular mi miedo. Y si me caigo es porque resbalé y no porque algún malandro, con los que a veces uno se topa por estos caminos, quisiera desbarrancarme.
–No se preocupe, amigo. Como dice el refrán, arrieros somos y por el mismo camino andamos –me contestó, condescendiente–. Yo también voy para allá, pero de paso a Orogolday.
El diablo estaba con ganas de conversar y yo también. Y ya en la parla nos tuteamos y fuimos a dar a los gustos por las comidas.
–De todos los pecados capitales, me quedo con la gula. Claro, después de la lujuria –me dijo.
Yo le comenté que me encantaba el caldo verde. Y él, que todo lo que fuera carne; y si era de gato negro, mejor.
–Pero tienes suerte –me dijo–. Sé hacer el mejor caldo verde del mundo. Solo que yo lo hago con una sola rama.
–Si es con una sola rama no será como el caldo verde que me gusta.
–Mañana, muy temprano, vengo a hacerlo en tu cocina para que no creas que miento.
Y el diablo, apenas amaneció, estaba tocándome la puerta, llevando en la mano una larga rama que, con la poca luz del amanecer, no pude distinguir de qué planta se trataba. Deshojó la rama, molió las hojas y eligió mi mejor olla de barro.
–¡Esta! –dijo–. ¿Tienes queso?
–Sí. ¡Y es de las cabras de Shindol!
–¿Y papas?
–También. Y son de Conchucos –le dije, sorprendido por el olor a ruda, paico y orégano que comenzaba a inundar mi choza.
Y efectivamente, fue el mejor caldo verde que haya tomado jamás.
–¿Qué tal? –me preguntó.
–Tráeme de es plantita para sembrar en mi jardín –le pedí, seguro de que por nuestra amistad accedería de inmediato.
–No –me dijo–, ella crece solo cuando yo la riego.
Herido en mi amor propio, le pedí que viniera a almorzar al día siguiente. Que al igual que él, que había usado una sola rama para preparar el caldo verde, yo, en una sola presa, le iba a invitar gato, cabrito y gallina.
–Todo en uno. Esos son los animalitos de mi granja; pero no te los puedo regalar para que hagas cría porque solo comen de la alfalfa y el maíz que les doy yo – le dije, vengativo.
Esa noche cargué mi escopeta de retrocarga y me fui a Uchus. Era noche de luna llena. Es decir, propicia para cazar vizcachas. ¡Ban!, y cayó la mejor. Volví a mi choza, despellejé como si sacara un guante al animal que estaba aún caliente, y lo puse a macerar en vinagre de chicha de jora, sal, pimienta y una pizca de ajo molido. A las once de la mañana, el guiso olía una legua a la redonda.
A las doce llegó el diablo.
¡Miel sobre buñuelos!, dije para mí cuando vi el aguardiente que traía, pensando en adormecerle la lengua con unos tragos tempraneros.
–Vamos a recibir este animalito como se merece –le propuse–, echémonos de una vez un huaracazo.
–No hay primera sin segunda –volví a decir. Y nos mandamos la segunda copa.
Y serví el plato. Antes, me había dado maña para cortar las presas de tal modo que nada delatara que estábamos comiendo una vizcacha.
–¡Gato! –dijo el diablo–. ¡Y es negro!
–No –le dije–, prueba bien.
–Sí, sí, gallina tierna, muy tierna, como es mi gusto.
–Sigue probando –le sugerí.
–Mmmm… ¡Cabrito! ¡Y es cabrito de leche! Parece de Virú. Y no te vas a ir a Virú a traer un cabrito de ayer para hoy…
–Te digo, es un animalito que crío solo yo.
–¡Buenazo! –me dijo el diablo, poniendo el rostro de los que quieren un platito más.
Le repetí. El diablo se chupó los dedos. Me sirvió otra copa de aguardiente y otra. Y ya medio borracho me propuso comprar toda mi granja, todas mis pertenencias y creo que hasta mi alma. Le dije que no tenían precio o, señalando mejor, que costaban mil veces más de todo lo que el diablo podría juntar durante su eterna existencia.
–En pedir y ofrecer no hay ofensa –me dijo a modo de disculpa, dándose cuenta de que había metido la pata–. ¡Negocios son negocios, hombre! Aunque, viéndolo bien, en todo negocio hay siempre algo de usurero… Me dio la mano, silbó como quien llama a alguien y apareció una mula lujosamente enjaezada con piezas de metal que brillaron encegueciéndome. Montó y se fue por el camino a Succha eructando a gato, gallina, cabrito de Virú o qué diablos era esa vizcacha.
Mientras recogía los platos encontré tirada por el suelo la larga rama que el diablo había deshojado la madrugada anterior: era una rama de paico apuntalada a una de ruda, seguida de una rama de orégano, soldadas, las tres, con la pericia del orfebre José Ojeda.
–Más sabe el diablo por viejo que por diablo –dije en voz alta, intentando vanamente que el diablo me escuchara.
MI PRECIOSA VALENTINA, por Bruno Cépeda
– Lo siento, pero sabes que debo irme.
– Valentina, solo una hora más, por favor...
–No. Sabes que eso solo alargaría innecesariamente la despedida. Debo irme y ya...
Las lágrimas comenzaron a brotar lentamente de mis ojos.
Mi sentido del dolor estaba alcanzando ribetes insospechados.
Saber que pierdes lo que más amas en la vida por otra persona, te hace ser muy poco razonable...Valentina me decía adiós y todo lo que habíamos vivido juntos se perdería. Ya nada volvería a ser igual entre nosotros. La miré por un instante, con el tiempo casi detenido. Estaba muy bella con su cabello largo sin sujetar y cayéndose por sus hombros en una bella cascada marrón.
Sus ojos, nuevamente parecían brillar con la humedad de la despedida y se veían más bonitos que de costumbre. Era ella, mi más bello amor, en la plenitud de su belleza con ese precioso traje de noche. Ella me miraba desde el otro lado de la sala con su maleta en la mano izquierda y el bolso, en la derecha. Su piel de porcelana destacaba por lo poco iluminado de la habitación.
Sujeté el libro que tenía en la mano y lo apreté con tanta fuerza que me hizo doler.
Fueron tantos años de inversión en una felicidad que esperaba y soñaba eterna; sin embargo, debía terminar. Cerré los ojos para recordar su tímida sonrisa de siempre, su alegría cuando acariciaba y besaba sus pies, sus manos, su rostro y cada rincón de su bello cuerpo. Recordé, en ese largo segundo, las largas y eternas caricias cuando nos echábamos en la cama y disfrutábamos del tiempo juntos. Cuando ella, sentada entre mis piernas, o echada de cucharita disfrutaba de la televisión conmigo. La vida nos había unido de la forma más bella posible y ahora, después de tantos años, nos separábamos por otro hombre en su vida. ¡Qué cruel es el destino! Ahora entiendo a Melgar.
“Quiere en mi mal mi suerte deleitarse; me presenta más dulce el bien que pierdo...”
– Sabes que con tu partida ya nada será igual en mi vida. Te amo, te amé desde siempre... son muchos años amándote para que hoy abandones todo y me dejes...
–No es abandono, lo sabes.
– Pero te vas con él y renuncias no solo a estar conmigo, sino a mí mismo.
– Te quiero, pero es diferente.
Tú sabes lo que siento por él. Sabes que, por todo lo que ocurrió hoy, estaba destinada a alejarme
de ti para buscar mi felicidad.
Nunca dejaré de quererte. Ya no me puedes seguir chantajeando emocionalmente.
– Él te está esperando afuera... ¿verdad? ¬– aclaré la voz para casi suplicar– Dime, otra vez, cómo fue que lo conociste... y por qué todo tiene que ser así...
– ¿Para qué? ¿Para alargar nuestra despedida innecesariamente? ¿Para hacernos más daño con este inútil adiós? Para mí no es fácil y lo sabes, pero debo hacerlo...
Como si el destino se apiadara de su espíritu, ella también se puso a llorar. La abracé con tanta premura y sentí su abrazo tierno y sincero nuevamente...sentí los espasmos de sus sollozos en mi hombro, sentí cómo su cabeza, ondulante por el llanto, se mecía a pasos casi acompasados por el tictac del reloj de la sala. Yo miré, por encima de su cabeza, la sala de la casa donde habíamos sido tan felices en todos estos años y, más que nunca, comencé a comprender que ella seguiría siendo mía a pesar del tiempo y la distancia.
– Abrígate, ponte la chompa que llevas en la mano... parece que hace frío afuera. ¿No vendrá a ayudarte con la maleta? Qué poco considerado que es... tenlo en cuenta. Yo nunca te dejé así.
– Le dije que esperara en el auto. Este momento tan difícil solo nos concierne a nosotros dos y a nadie más. Él comprende lo difícil de la situación. Así que sí es considerado...ya no fastidies...
Por un instante, su imagen pasó por mi mente. Me puse a pensar en todas las veces que le abrí la puerta para conversar en las visitas que nos hacía los domingos. Yo lo había permitido.
Todo lo hice por ella y ahora teníamos que despedirnos. Ingresó secretamente a nuestra casa para robar el mayor bien que siempre tuve.
– Ya me voy... cuídate mucho y no olvides tomar tus medicinas.
Debes tomarlas a tus horas. Si hubiera cualquier complicación, me llamas. Siempre puedo salir de clase, a cualquier hora, para atenderte. Sabes que yo siempre te amaré.
Decidí, ya que perdí la jugada, hacerla sentir bien. No era justo que, al final, me pusiera en un plan berrinchudo. Debía demostrarle toda mi integridad y seguridad. Ya no soy un niño como para que intente un último chantaje emocional, como ella siempre hizo conmigo. Definitivamente, no debía intentarlo: ella siempre la campeona del chantaje emocional.
–Sí, ya lo sé. No te preocupes.
Todo estará bien sin ti.
– Adiós y perdóname... –dijo Valentina con el último aliento de seguridad en la voz que le quedaba. Luego, lentamente, abrió la puerta y volteó a mirarme una vez más.
–Sé que tu salud no es la mejor. Podrías quedarte un tiempo con nosotros. Yo puedo hablar con él para que te quedes y pueda cuidarte hasta tu total recuperación... anda, ¿qué dices?
–No, Valentina. Es mejor que sea así. Ya tomaste tu decisión y se lo dijiste ante un altar. Hoy, él es tu esposo y necesitan estar juntos. Yo estaré bien, descuida... estaré viejo, pero no estoy acabado. Todavía debo tener un par de vidas de gato en mi repertorio. Vete ya y asegúrate de ser feliz. Si te hace algún daño, lo buscaré y lo golpearé, aunque se me vaya la vida en ello.
Mis lágrimas seguían rodando por mi rostro. De pronto, ella soltó la maleta y corrió a mis brazos para darme un beso más.
Sus labios rozaron los míos como siempre lo hicieron y su voz musitó muy lentamente...
– Te amo, papito. Te vengo a ver el domingo para almorzar...
– Yo también te amo, mi amor... hasta las estrellas...
TODO TIENE SU FINAL, por Gloria Portugal
—Usted tiene apellidos de comerciante—le dice el inspector a XY, después de revisar su DNI—, ¿es usted comerciante?
—No, soy médico.
—Qué bien. ¿Qué especialidad?
—Soy neurólogo. —Miente XY.
—¡Oh, mire! ¡Qué casualidad! Voy a necesitar de sus servicios. Tengo una sobrina que tiene un problema muy serio y le han dicho que vaya a un neurólogo.
—No me diga...
—Pasa que su mamá murió hace dos años y no lo supera. Cómo hay gente así, ¿no? ¡Dos años! Ya la ha visto el psiquiatra, varios psicólogos, ha estado internada también, la ha visto todo el mundo. Tiene veinte años mi sobrina. Yo no entiendo. Yo solo paso la página.
—Mueve las páginas del expediente que ya ha ubicado en una pila, de altura considerable, ubicada a su izquierda en el escritorio. —Yo antes fumaba mucho. Fumaba cajetillas enteras al día. Mi ropa olía a humo. Mi casa olía a humo. Me gastaba bastante plata en cigarros. Un día, a los veintiocho años, me fui al médico porque me empezó a molestar el estómago. El doctor me dijo: tienes gastritis, de aquí sigue cáncer de estómago y de ahí te mueres. Salí de la consulta, tiré la cajetilla de cigarros y mi encendedor al basurero y acabé con mi vicio. Así de fácil. El doctor me había dicho que fuera a un centro de rehabilitación, que buscara ayuda, pero no, dije yo. Esas son cojudezas (perdonen ustedes), yo dije ya no fumo y hasta hoy ¿eh? Pasé la página —sigue moviendo las hojas del fólder—, ya van a ser veinte años... Pero no será igual con todos ¿no?
—Me imagino que no...
—Yo soluciono las cosas así: volteo la página y nunca miro atrás. Se acabó y se acabó. Pero mi sobrina... ¡Ay! —Menea la cabeza con impaciencia— Esa chica sigue con la misma cantaleta. ¿Usted cree que tenga arreglo?
—Algo se podrá hacer...
—Ojalá, doctor. Mucha pena me da esa muchachita. Pero así hay gente ¿no? A ver...—Al fin abre el expediente que ha estado manipulando todo ese tiempo.
—Ustedes están aquí por procedimiento no contencioso de separación convencional y divorcio ulterior, ¿no?
—Sí.
—Ajá. ¿Cuántos años duró el matrimonio?
—(Piensa) Dieci...nueve años.
—Harto ¿eh? Pero así es, pues.
Hay cosas que no tienen arreglo. ¿No dice la canción? Todo tiene su final... A ver, señora, su firma y su huella en este espacio. La firma igualita a la del DNI, por favor. — Entrega un pequeño rectángulo de papel Bond escrito por un lado a XX, quien ha permanecido muda, pasmada, ya no por la trascendencia de aquel evento, sino por la actitud del inspector. Esperaba alguna otra pregunta. Algo que le costara responder sin derramar lágrimas.
Se limpia el dedo con el papel y, mientras XY firma, lo dobla y lo dobla hasta convertirlo en un cuadradito de menos de un centímetro. —Eso sería todo pr hoy. Tienen que regresar dentro de quince días y acercarse a la ventanilla diecinueve a pedir la resolución. Si no pueden venir en persona, aquí tienen un modelo de carta poder para que alguien se acerque a recoger la por ustedes. Ahí les indicarán qué más hacer.
—Quince días, ventanilla diecinueve... —Trata de resumir la información XY.
—Exactamente. Mi nombre es...Para servirles...―Extiende la mano a XY, luego estrecha la de XX.
—Mucho gusto. Hasta luego.
—Déjeme su teléfono, por favor—le entrega otro rectangulito de papel Bond reciclado—, para consultarle lo de mi sobrina. XYyXX salen del registro civil.
Casi veinte años atrás, tenían cuerpos más livianos. Eran distintas las firmas que habían dejado inscritas. Salían sonrientes, como luego de una gran hazaña, con sus testigos a cada lado: otro par de seres rotos que ahora estaban demasiado lejos de ellos para siquiera tener noticia de los acontecimientos.
No caminan más de una cuadra juntos. Algunas palomas encaramadas sobre los cables de alumbrado público observan la escena. Si pudieran hablar dirían que desde arriba se ven como vectores desplazándose en direcciones muy opuestas.
—Tú te vas para allá ¿no? —XY señala la avenida que corre a su derecha. —Yo me voy de frente. Chau.
LAS ERAS ARDEN A LO LEJOS, por Robert Jara
Ahora que las eras arden a lo lejos, como antorchas gigantes, sé de lo que hablaba Leoncio.
¡Patroncito, por el amor de Dios! Pero Artemio Paredes como si nada. Dando buches de cañazo, deja atrás a Melania. ¡Por favor, patroncito! El viejo sigue ordenando a sus cargadores que suban todas las rumas de sacos de arroz al camión. ¡Un par de saquitos aunque sea, señor! ¡Apúrense, carajo, que para eso les pago! Melania se para a un lado a mirar con cara de muerto cómo suben y bajan los cargadores a toda prisa por la rampa de madera. ¡Patroncito, dos saquitos aunque sea! ¡Ya cállate, mujer! Se zampa otro buche de cañazo. Melania se prende con sus dos manos de la camisa del viejo. ¡Dos saquitos aunque sea, por el amor de Dios! El chofer, que coqueaba y tomaba dentro del camión, enciende el motor. El chofer hace rabiar insistentemente el motor sin mover el camión de su sitio. ¡Ya estamos listos, señor!
—¡Suéltame, mujer! —ordena el viejo, a la vez que forcejea con Melania.
—Mi hijito, señor —implora Melania, gime, cogiéndose con más fuerza.
—¡Suéltame, carajo! —ordena el viejo, desabotonándose la camisa—. ¡Larguémonos de aquí! Esta cojuda cree que soy su marido! El viejo se zafa.
Sería mediodía. El sol pellizcaba con rabia el pellejo. El viento estaba quieto, como si se hubiera dormido. Bajo ese sol rabioso, Melania, clavada de rodillas en la poza como estaca, gritaba, sin parar de llorar, apretujando la camisa sudorosa contra su pecho, ¡maldito, desgraciado!, sin quitar los ojos del camión rojo que se perdía en la carretera, dejando una nube de polvo, llevándose todo su sudor, toda su cosecha. Leoncio, también miraba el camión rojo, indolente, con su manita izquierda acariciando el hombro de su madre, y dos de sus deditos de la mano derecha zampados en la boca.
Aquella noche Melania no fue a casa a ver la novela como todas las noches. Sólo llegó Leoncio; se sentó en el suelo, frente a la tele, sin siquiera coger y tender el pellejo de borrego que solíamos esconder bajo de la mesa.
—¿Y mi comadre, ahijado?
—Allá. Y se saca los dedos de la boca, brevemente, sólo para señalar hacia la calle.
—¿Y no va a venir? Mueve los hombros con indiferencia. Se saca los dedos de la boca, nuevamente, y dice, sin despegar los ojos de la tele:
—No. Está colgada. —Y todos nos matamos de la risa.
—¿Cómo que colgada, muchacho?
—Sí madrina, de la viga del techo.
Entonces Leoncio vino a vivir a la casa. Y crecimos juntos, como dos hermanitos.
Cierto día, cuando yo estaba por terminar la secundaria, Leoncio, repentinamente, o al menos así yo lo había creído, se preocupó por mi futuro.
—¿Vas a postular a la universidad?
—Sí.
—¿A qué?
—No lo sé, aún. No estoy seguro…
—A Derecho, a Derecho postula, hermanito. Y sonrió. ¡Y vaya que sonrió! Sólo ahora que las eras arden frente a mis ojos, allá a lo lejos, campo adentro, sólo ahora me percato del rencorque cobijaba su sonrisa.
—¿Derecho?
—Sí, para abogado, hermanito.
Desde entonces, siempre me decía lo mismo; hasta dejó de llamarme por mi nombre para llamarme simplemente: abogado, doctor, señor leyes, etc. Y fue tanto el cántaro a la fuente que terminé siendo abogado. Y ahora, recién ahora que las eras arden a los lejos, que las eras son gigantes chimeneas, que los perros chuscos aúllan desconsoladamente como cuando por las noches ven gentiles, me pregunto si acaso hoy sería abogado si Leoncio no hubiera machacado tanto. Quizá sí, porque en el fondo siempre soñé con defender a los pobres y a los débiles de los ricos y poderosos. Aunque en realidad, no lo soñé desde siempre, sino, exactamente, desde aquella mañana en que vi a don Artemio Paredes arrebatarle a Melania, sin el más mínimo re- mordimiento, toda su cosecha, y de paso la vida. El chofer mientras hacía rabiar el motor se mataba de la risa, viendo a Melania prendida de la camisa de Artemio Paredes. Esa cojuda no tiene orgullo...
—Derecho, hermanito, estudia derecho.
—No estoy seguro, Leoncio. Dicen que los abogados terminan defendiendo a los ricos y poderosos sino quieren morirse de hambre. Y yo ni quiero morirme de hambre ni quiero terminar defendiendo a los ricos y poderosos.
—No hagas caso a la gente, estudia nomás.
—¿Por qué tanto afán de que sea abogado, ah? —Leoncio mueve los hombros, como cuando dijo que Melania estaba colgada en la viga del techo.
—Estudia nomás, defenderás pobres, harás justicia, ya verás.
—Callamos. Luego dijo, recién ahora lo sé, con malicia—: Para que un día quizá me saques de la cárcel; para qué más va a ser, sonso. Y nos matamos de la risa. Su risa era ancha, profunda.
Hace un par de meses me preguntaste que cuándo me recibiría de abogado, pronto Leoncio, pronto, te dije y te alegraste como un niño. Tus ojos cobraron un inusitado brillo. Me palmoteaste brevemente el hombro.
—Ya es hora, hermanito.
—¿Hora de qué, Leoncio?
—No comas ansias; ya lo sabrás muy pronto.
—¡Dime! ¡Si no me dices me molesto contigo!
—Pero si ya te lo he dicho. Para que me saques de la cárcel; para qué más va a ser, sonso. Y de nuevo nos carcajeamos. Y de nuevo tu carcajada salió como de una cueva.
Sí, ahora que las eras de arroz arden a lo lejos al fin comprendo lo que tramabas, Leoncio: serían las seis de la tarde, cuando te vi llenando una botella con kerosene, y meterte una cajita de fósforos al bolsillo. Corría, como ahora, muchísimo viento. Te montaste en tu destartalada bicicleta y te largaste pedaleando a toda prisa, campo adentro, no sin antes decirme, con un tono aunque solemne, sereno: confío en ti, hermanito. ¿Cómo diantre no pude darme cuenta antes, Leoncio? Las eras arden a lo lejos, los vecinos apretujados en la esquina de la ranchería, al pie de los eucaliptos silbadores y olorosos, ensayan mil explicaciones, murmuran, y hasta lamentan de las muelas para afuera la desgracia de don Artemio Paredes. Carcajeas hondo, Leoncio, con cada era alumbrando y quemando tu rostro. ¡Jajaja!!Jódete viejo de miera! El viento trae el humo, trae el crepitar del fuego y del arroz maduro convirtiéndose en can- chita; la luna se asoma redonda sobre la silueta oscura de los cerros que duermen en el horizonte lejano. Las eras arden a lo lejos, escupen millones de luciérnagas de fuego. Una ligera lluvia de ceniza cae lentamente sobre la cabeza de los vecinos que unánimemente lamentan: pobre Leoncio. A lo lejos me parece verte montado en tu vieja bicicleta, Leoncio; seguramente irás jadeando, riendo, blasfemando. Voy a defenderte con todas mis fuerzas, te lo prometo, hermanito.
INTENCIONES, por Oscar Ramirez
Claudia entró precipitadamente a la casa y por un momento olvidó cerrar la puerta. Como siempre ocurre en estos casos, uno carece de la lógica para darse cuenta si hizo o no alguna cosa. Por ejemplo: al salir de casa y cerrar la entrada, muchas personas creen que no lo hicieron y se mantienen con esa duda por un buen tramo; luego, convencidos de que no están seguros, decidimos regresar para cerciorar lo que ya sabíamos: la puerta cerrada. Por un momento nos sentimos ridículos, incapaces de la sensatez que nos produce la seguridad, pero es necesaria la torpeza en algunas ocasiones. Excepto en esta.
Claudia se sintió extraña y absurda luego de girar la manija. Recordó. El sueño había sido intranquilo por la noche y durante toda la mañana sentía cómo un vacío en la garganta le maltrataba el día. De pronto, la imagen del ave volvió a invadirla. Nunca olvides ponerle seguro a la entrada, puede ayudarte. Apoyada en la pared, con la acostumbrada picazón que recorría su cuerpo cada vez que se excitaba, sintió la violenta invasión de ligeros síntomas producto de la desesperación: agitación, llanto reprimido, impotencia. Un descuido en la apariencia: su rostro poseía el espasmo típico de la lividez. Tuvo un tiempo prudente en el pensamiento; decidió lo que haría, y así tendría un plan para evitar cualquier cosa. Luego, con el temblor necesario de las manos, buscó la llave en sus bolsillos: la halló. Aunque pudo no hacerlo, al parecer la llave comprendía la acción y el momento en que se hallaban, pero el nerviosismo propio de las circunstancias le impidió la llegada al cerrojo. En situaciones como esta, los seres vivos ignoramos la capacidad que tenemos ante un inminente estado de peligro: en el caso instintivo de los animales, el error es fatal; en el caso de los humanos, necesario. Con los ánimos exacerbados, supuso que aún le quedaba un virulento instante de lucidez: la llave cerró con firmeza y esto le permitió un agonizante momento de calma. Sabes, me encantan estos momentos de paz antes de la tormenta, es una tensión cautivante. Cansada, sin mayor esfuerzo que el éxtasis, esbozó los límites y deficiencias del plan, creía que este podría evitar lo inevitable. Lo seguro era que sería imposible el beneficio: quien estaba del otro lado entraría y todo sería vano, que más tiempo a la agonía la hace doble; pero se dejó llevar, dejó que la torpe niña solitaria que aparecía frente a sus ojos cuando surgía el miedo la perturbara. Pareces una niña extraviada cuando me miras… ¿Acaso intentas encontrar algo en mí? Camino al dormitorio, recordó muchas escenas de su vida, como cuando lloraba sin más remedio que cansarse de hacerlo ya que nadie vendría a socorrerla. Sabía que por las noches era mayor el miedo, y que sus palabras ya no eran tan grandes como cuando descansaba detrás de un escritorio sin mayor trabajo que dejar entrar y salir a las personas en la recepción del hotel; uno de sus tantos empleos, uno terriblemente especial.
Supo que aquella noche no le estaba destinada, pero siempre jugamos a los buenos amigos y hoy te toca ser la buena amiga, no lo olvides. Claudia dobló el turno que le correspondía e hizo un par de horas extras; llegaría a casa matada, pero valdría la pena: un poco más de dinero a la bolsa. En la última media hora, él llegó. Cargaba al hombro la maleta, una casaca de cuero y aliento a cigarrillo. Dictó su nombre a Claudia; ella dedujo que era un nombre falso, por lo cual no le pidió identificación. Pagó por dos días, pero solo se quedó uno. Antes de despedirse, dejó su número telefónico. Vivo lejos de aquí, pero si me llamas, podría estar muy cerca. Su error fue sonreír, pero evitar una sonrisa es tan difícil a veces como evitar respirar, y solo atinó a cubrirse la boca con la mano. Ya en casa, mientras se duchaba, pensaba si había dejado o no la puerta con llave.
La niña avanzó cogiéndola entre los dedos, pero siempre sola. Avanzó, la casa se hacía inmensa y vacía. El baño, vacío. El dormitorio, vacío. La cocina, vacía. El comedor, vacío. Deambular por las escaleras, creyendo que en ellas el subir y bajar la escondería del silencio posterior, fue una acción memorable. Ahora caía en cuenta de todo lo que olvidaba: arreglar tal cosa, y luego tal otra, recoger lo de la tintorería, y más adelante lo demás: pintar la pared, lavar la ropa, etcétera. De pronto sintió su mano vacía, en una levedad convincente. Vacía. Se detuvo, y pudo ver en el suelo una oscura mancha enrojecida. Recordó. La primera noche que salieron, ella llevaba un vestido escotado, tacos y un delgado abrigo; era verano, y no sería necesario más atuendo. El lugar de la cita: un restaurante ciertamente elegante. En la puerta, no sabía a ciencia cierta el porqué estaba allí. Cenaron, tomaron algunas copas, luego vino la seducción, la noche, las muertes continuas, murmullos, algunas promesas, y el despertar con esperanza de algo. Solo era un chico atractivo; ella, una chica tonta… o tal vez no.
Pasó por el umbral de la habitación. Recién ahora tuvo la serenidad para entender aquel sueño, el de la bandada de aves huyendo de la lluvia en una desesperación mutua, de la cual quedaba solo una, pequeña y delicada, herida, sin más convencimiento que el de una enferma risa ocultándola de la luz. Volvió la mirada. En la entrada de la casa podía descubrirse una extraña sombra junto a la puerta entreabierta. Claudia contuvo la respiración, y de por sí mismo la vida. Sabía lo que sucedería. Sabía lo que él le haría. Sabía que siempre estuvo equivocada. No tenía oportunidad de correr, porque fue ella misma quien había cerrado todas las puertas, menos la entrada. Ahora bien, mientras sentía sus miedos más cercanos, la torpe niña solitaria no pudo comprender qué era lo que más le dolía: si el hecho de entender que siempre estuvo sola o que fue ella quien le entregó una copia de la llave de la casa, y había dejado, adrede, la puerta abierta. Gracias, ahora vendré a visitarte todos los días.
LOS TRES POTAJES DEL TÍO PANCHO, por Gerson Ramírez
1
Toc toc toc toc.
––¿Quién es?
––¡Yo, ábreme!
––¡Jesús y María!, ¿no era que ya te habías muerto?
Así le preguntó su mujer al tío Pancho la primera vez que regresó de la muerte convertido en una lechuza.
––¡Zulema! ––la llamó ese día.
––¡Que quieres! ––le dijo, sin dejar de atizar el fuego; más molesta que asustada, porque ya era muy vieja como para estar teniéndole miedo a los difuntos.
––He venido porque el último día que estuvimos juntos yo había querido comer un dulce de guayabas y como tú no lo preparaste, todavía estoy con las ganas. Hazlo, por favor, Zulemita, y repártelo entre todos los que vengan mañana a visitarte. A mí me dejas mi parte al pie de la hamaca.
Zulema preparó una olla de dulce y cumplió con su palabra; pero el tío Pancho no quedó conforme con eso y no tardó mucho tiempo en regresar.
––¿Zulema?... ¿Viejita? ––la llamó sin que ella sepa de dónde venía esa voz.
––¡Aquí estoy, mujer!, ¡ya deja la cama!...
Salió del cuarto y lo encontró parado sobre una vaca, porque aquella vez regresó convertido en un guardacaballo. Zulema se acercó y lo miró con ojos de reproche.
––¿Y ahora?
––Ya vine de nuevo porque me sueño todos los días con ese dulce de chiclayo que hacías los domingos. ¡Prepáralo, Zulemita!, y déjame mi parte entre los guabos más viejos que están cerca del camino.
La tía Zulema se negó al principio.
––¿Tú crees que yo me he quedado a zanganear? Quién crees que parte la leña y corta el pasto para los animales…
El tío Pancho alzó el vuelo y se posó en un viejo guabo.
––¡Zulemita!, qué quieres que haga, si solo a ti puedo pedirte un favor como este…
Zulema se rascó la cabeza y a regañadientes prometió cumplir con el encargo.
2
Llegó el invierno. Los pájaros se regodeaban taciturnos entre la fronda de los árboles por la ola de frío que cubrió el campo de monotonía. Una noche, mientras su esposa se alistaba para dormir, el tío Pancho regresó convertido en un peche rojo.
––¿Estás despierta todavía?
––¡Claro! ¡Y seguro que vuelves por otro favorcito!
El peche rojo voló desde la rama del mango donde se había posado hasta el pie de la cama.
––¡Y qué quieres ahora! ––le preguntó, recostándose.
––Me gustaría probar por última vez una chichita de ciruela… Tú la preparabas para mi cumpleaños, ¿recuerdas? A mí me dejas un poto grande entre los sacos del maíz de la última cosecha.
––¡Ya veré, viejo antojado y quita sueño! ––le dijo, antes de cubrirse de pies a cabeza con la frazada.
Zulema tuvo que esperar hasta el verano para recoger los primeros frutos y cumplir con su promesa. Cuando la chicha estuvo lista, le acomodó un poto entre los sacos del maíz y encontró una bolsita de tela oscura; quiso abrirla, pero el tío Pancho se apareció al pie de la ventana convertido en chisco.
––¡Déjame ahí la bolsita, Zulemita!, ¡déjame ahí la bolsita!
––¿Qué guardas en esa bolsa mohosa? ––preguntó.
––Es mi checo…
––¿Tu checo?
––Sí. ¿Acaso ya no te acuerdas que yo siempre decía que cuando me vaya iba a llevarme mi checo? No recordaba dónde lo había soltado, si entre los espinos, los guabos viejos o los sacos del maíz… Pero no podía decírtelo porque las cosas que aquí se quedan deben buscarlas los vivos. Ahora sí, échalo en el río y él me lo dará mañana. Adiós, Zulemita…
Cuando el tío Pancho extendió las alas para marcharse, su esposa lo detuvo de un grito:
––¡Espérate, Francisco!
Y mi tío se detuvo, porque ella solo le decía Francisco cuando tenía que hablarle de asuntos muy serios.
––Háblame pronto, mujer, que ahora sí tengo apuro…
Zulema frunció el ceño y juntó sus manos a la espalda.
––Ya tengo ochenta y dos años, Francisco, y a veces me siento muy cansada. ¿No quieres que te acompañe?
El tío Pancho se inclinó sobre la rama y un instante ocultó la cabeza entre las alas. Luego de un breve silencio le preguntó:
––¿Estás segura, Zulemita?
––Claro, hombre… Yo nunca hablo por las puras…
El chisco abrió las alas y se posó en el hombro de Zulema.
––Entonces, ya no lleves mi checo al río; esta noche acuéstate en mi hamaca y mañana me verás…
––¿Tan fácil, hombre de Dios? ¡Entonces, hasta mañana!
Y como Pancho y Zulema amaron siempre la campiña, aparecen cualquier día en lo que fueron sus chacras y se alegran de su nieto que todavía cultiva la tierra. Él llega convertido en chisco y ella, en una hermosa cucula.
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