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Por: Redacción La Industria

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Publicada el 09/07/2021 - 03:21 PM

[Opinión] Animus golpista y legicida, por Juan Vásquez


El país es testigo, no de un digno ejercicio funcional del Parlamento- que la jueza nunca cuestionó- sino de la perpetración de un delito común: resistencia a la autoridad y pasibles de denuncia penal por desacato.

El poder, decía el sociólogo alemán Niklas Luhmann, funciona como un medio de comunicación: los hechos o situaciones sociales tienen doble selectividad, los del medio y la del público. De modo que el poder se convierte en un código altamente comunicativo, regulado por los resultados, esfuerzos, responsabilidad, institucionalización o dirección específica a los deseos de cambio esperada por la contraparte desprovista del poder. De allí que, cuando el poder (alter) es percibido como inseguridad por el público (ego), se produce, lo que René Millán, otro sociólogo italiano, denomina “la confrontación entre el actor político y la manera en que estructura su poder por la política”. Esta situación define el punto medular del cambio social, dado que portador del poder se sustrae de la realidad y es el único responsable de las acciones que va suscitando. Todo ello calza perfectamente con el papelón protagonizado por un grupo de congresistas ya identificados como golpista y, ahora, con animus legicidas al rebelarse a acatar una decisión judicial que ordena suspender la elección de nuevos tribunos para recomponer el Tribunal Constitucional. La admisión de una acción de amparo y la medida cautelar de un juzgado constitucional para que se corrijan comprensibles irregularidades por vulneración de principios de transparencia, imparcialidad y meritocracia, erizó a los complotadores. No quisieron percatarse que estos requisitos están prescritos en la propia ley orgánica del TC, obviados, incluso, en el reglamento de selección de candidatos. Se escudaron falsariamente en su prerrogativa del “ejercicio funcional”, conforme dicta la Constitución, pero, la decisión del juzgado no colisiona para nada con ese derecho y, más bien, allana el camino para que el Congreso apele la decisión y levante la observación judicial. El país es testigo, no de un digno ejercicio funcional del Parlamento- que la jueza nunca cuestionó- sino de la perpetración de un delito común: resistencia a la autoridad y pasibles de denuncia penal por desacato. ¿Se imaginan ahora la situación de estos congresistas que ya no pueden apelar a la inmunidad porque ellos mismos la derogaron? Francamente, se dispararon a los pies. Este punto de quiebre en el poder congresal abre las puertas para que el código percibido por la ciudadanía sea de desazón, estupor y rabia. Pero, a los portadores del poder parlamentario, les gana la arrogancia e insensatez. 




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