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Cecilia de Orbegoso es trujillana y radica en Londres.
Por: Redacción La Industria
PLAN B
Publicada el 14/02/2021 - 05:35 PM
¡Ave César!, por Cecilia de Orbegoso
En las crónicas de este encierro, ¡que bienvenida llega a ser la tecnología en nuestras vidas! Sin embargo, en el campo del cortejo, parece que el juego sigue siendo el mismo: árbitros ciegos y jugadores que se pasan de “vivos”.
En las crónicas de este encierro, ¡que bienvenida llega a ser la tecnología en nuestras vidas! Sin embargo, en el campo del cortejo, parece que el juego sigue siendo el mismo: árbitros ciegos y jugadores que se pasan de “vivos”. No hay que olvidar, sin embargo, que, como todo en la vida, hasta en las canchas más difíciles siempre suena un pito que le pone fin al partido.
Recuerdo vívidamente la primera vez que escuché hablar de Tinder. Mi amiga Fanny, quien estaba por cumplir los 25 años, había organizado un almuerzo en su casa en Playa Blanca. Al encontrarnos ahí, y tras nuestro tradicional par de gin tonics introductorios, un chico del grupo aceptó la ardua misión de ponernos al día en la dinámica de esta (en ese momento) tan polémica app.
Sumergidos en una mezcla de fascinación, incredulidad y sarcasmo, escuchábamos sus relatos sin imaginarnos que, cinco años después, tener descargado un dating app iba a ser considerado ya no como una extravagancia, sino más bien como una movida estratégica, particularmente en este escenario al que no nos queda más que referirnos como el de la “nueva normalidad”.
Distanciamiento social, máscaras, hand sanitizer y guantes son ahora parte de nuestro checklist antes de salir de casa. Pero, si pensaban que el COVID-19 detendría las citas para la generación que nació con el wifi bajo el brazo, estaban muy equivocados. Hoy por hoy, queda más que claro que tanto Tinder como su familia extendida se han convertido en la panacea de la soledad. Debo confesar que, por más que he tratado de sumergirme en las turbias aguas del flirteo virtual, aun no me he terminado de enganchar.
Mis amigas, por el contrario, de lo más colaboradoras, me mantienen al tanto de todos los pormenores de este ecosistema tan cambiante. Entre mis más asiduas contribuyentes se encuentra mi querida amiga Aleksa, una chica de Boston con la cual se me hace imposible pensar en una sola semana en la cual, en conjunto, no hayamos practicado nuestro querido ejercicio de lengua.
Ella, muy al tanto de absolutamente todo el abanico de posibilidades que ofrecían los datings apps, me contaba que ya hace mucho había descargado y tanteado absolutamente todos los últimos programas que ofrece el mercado. “Para poder opinar, primero hay que probar” repetía muy sabiamente. Esa noche Aleksa me tenía de lo más entretenida con sus últimas anécdotas de Hinge, una app recientemente lanzada que era la versión mejorada de Tinder.
Esa, como todas las aplicaciones de su tipo, en un inicio te da el mismo placer que comprar por internet, ya que nos guiamos por la misma ilusión: de que todo lo que compremos nos va a quedar bien. Al final del día, y sin darnos cuenta, darle un click a “añadir al carrito” se ha vuelto una constante.
Sin embargo, como era de esperar, a pesar de poner a nuestro alcance un extenso buffet de posibilidades, los perfiles pintorescos inundaban nuestros perfiles mientras que los potenciales prospectos escaseaban. Y, ni bien terminada la primera copa del Malbec, me confesó que no todo lo que brilla es oro, pues muchas de sus “compras por internet” parecían haber sido Made in China, dada la gran discrepancia entre la expectativa y la realidad. Al momento de recibir la entrega, todos sus galanes dejaban mucho que desear.
Aleksa, entre risas y cuasi lágrimas ocasionadas por un factor de expectativas no cumplidas, empezó a contarme, sin pelos en la lengua, detalles candentes sobre sus más recientes encuentros: un israelí bastante chapado debido a su año militar obligatorio, un inglés particularmente
Ya que se habían llevado bastante bien, Marco, el italiano, la invitó a su casa por una copita de vino. Mi buena amiga muy puntual llegó a su morada, salió del ascensor y empujó la puerta del 402 (la cual, estratégicamente, se encontraba abierta). No hizo más que atravesar el umbral cuando se dio cara a cara con una imagen que hasta mí, que la escuché de segunda mano, me sigue perturbando: El hombre, sobre el chaise longue a lo Julio Cesar, hacía un despliegue de su cuerpo, completamente al descubierto. “Muy cooperador, él”. Dado que tenía frente a ella un muchacho determinado, mi pobre amiga no le quedó más que apreciar su iniciativa, apagar la luz y dejarse llevar. A la tercera copa de vino me confesó, “Lo que tenía de lanzado, le faltaba de dotado. Pero bueno, a nada”.
Parece que el muchacho había gozado tanto el pernocte como la faena, ya que dos días después repitió la jugada, salvo que esta vez ya no se desnudó en un sillón, pero eso no evitó que, ni bien llegado a su casa, se la llevara directamente a la cama. Esta curiosa rutina terminó por transformarse en una serie de ejercicios de varias repeticiones que situó mi amiga Aleksa en el front row de una colección de calzoncillos compuesta por la más curiosa y anecdótica gama de colores. Que no se diga que el muchacho no tenía creatividad.
Una mañana, ella le preguntó “¿Cuándo me vas a presentar a tus amigos?”, a lo que aquel italiano le soltó una excusa de lo más improvisada. Aleksa, que ya había marcado su primera red flag cuando el muchacho le comentó que carecía de cualquier tipo de red social, hizo lo que nos sale a nosotras de manera más natural: indagar, puesto que no hay agente de la KGB ni de la CIA que pueda hacer mejor trabajo que una mujer obsesionada.
A fin de cuentas, como en toda película: no importa cuánto miedo dé el padrino, siempre hay un detalle que se tumba al rey de la mafia. El siguiente domingo, ni bien desenfundado el calzoncillo, (en esta ocasión amarillo) Aleksa, armada con pruebas irrefutables, encaró al galán, y a este no le quedó más que aceptar lo que ella ya había averiguado: el prospecto en cuestión, hace varios años se había casado.
Aleksa lo echó de un portazo, ya que donde manda neurona, no manda la hormona… pero guardó consigo una prenda valiosa: un calzoncillo de la pasión. “¿Qué te haces guardando esa asquerosidad?”, y con una pícara mirada me contestó “¿tú qué crees que pretendo quemar en año nuevo?” Y, mientras suspiraba, me decía, “estoy cansada, ¿Qué pecado estaré pagando para estar cruzándome con tanto galifardo...?”
Honestamente, yo no podía evitar pensar en que su error se encontraba en lo precario de su selección, pero dado que pocas veces la franqueza es recibida con tan buena disposición como con la que se ofrece, no me quedó más que decirle, “ay querida, a lo señora Laura: que pase el siguiente desgraciado". Total, todavía nos quedan muchos dating Apps por descargar.
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