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Por: Redacción La Industria

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Publicada el 06/02/2021 - 12:49 PM

[Opinión] El incomprendido costo de oportunidad, por Cecilia de Orbegoso


Si tus entrañas no dicen “SÍ” rotundamente, a seguir buscando, no más. ¿Por qué en mi propio juego voy a dejar que un árbitro externo me diga que mi partido ya acabó cuando yo aún no he terminado de jugar?

Probablemente uno de mis conceptos preferidos sea el del costo de oportunidad, es decir el valor de las cosas a las que renunciamos para conseguir otras. Es sin lugar a duda una de las lecciones universitarias que más he aplicado en la vida, lo que probablemente se deba a que yo soy fiel creyente de que uno no puede llegar a ser realmente feliz a menos que haga uso de su libertad de escoger y estar voluntariamente donde sea que uno se encuentre. Sin embargo (y, desafortunadamente, este es el concepto que no termina de cuajar en algunas personas), como dice el dicho: elegir también implica dejar ir.

Ayer por la noche me llamó mi amiga Alina de la maestría. Esta guapa muchacha inglesa con un toque exótico que recibe de su ascendencia palestina, me llamó hecha un mar de lágrimas. Y no era para menos: cual casa de herrero con cuchillo de palo, la chica había pasado meses de meses aplicando sus conocimientos teóricos para cuadrar finamente los más complicados balances en su vida real, y tras meses de complicados cálculos y estimaciones se había dado con la sorpresa de que, por lo menos en el corto plazo, todos sus pronósticos personales habían tenido perspectivas de lo más negativas.

Una mezcla de vulnerabilidad e inseguridad la tenían sumergida en un bucle de desmotivación del cual no veía rápida salida. La maestría y nuestros trabajos finales le estaban costando más de la cuenta, y conforme pasaban las clases se sentía más y más perdida.

Laboralmente postulaba y postulaba, pero en ningún proceso pasaba más allá de la segunda ronda de entrevistas. Ni qué decir de su familia: Extremadamente conservadores, tanto la mamá como el papá tenían en la cabeza que la menor de sus hijas tenía una vida de lo más libertina, y la habían amenazado con que tenía que dejar Londres para vivir con ellos (léase: bajo su supervisión) o ya no la iba a ayudar más con los pagos de la maestría, costo que ellos sabían muy claramente que, en este momento, ella no podía cubrir.

Para añadir la estocada final a la vulnerabilidad de su vida sentimental, el muchacho con el que llevaba saliendo hace más de un año la tenía confundida con señales y mensajes de lo más esquivos. Desde hace un tiempo ella venía notando las cada vez más evidentes discrepancias entre su discurso y sus acciones: sus comunicaciones por mensaje de texto, anteriormente fluidas, ahora se habían reducido a días de silencio seguidos de uno que otro mensaje seco. Las pocas veces que lograban hacer planes, a último minuto el muchacho los cancelaba. Casi, como diríamos nosotros, la mecía todo el día.  

Sin embargo (y es en este punto en el que se formaban todas las dudas y frustraciones de Alina) cuando la veía no dejaba de repetirle, con absoluta certeza, lo mucho que la quería, tanto así que la había mandado con su agente de real estate para elegir una casa para los dos. Se me haría imposible describirles la emoción de mi amiga el día en que llegó el primer “te amo” a sus oídos.

Pero, con el paso de los meses, las alertas rojas estaban cada vez más prendidas. “No entiendo”, me decía, “en el año que llevamos de relación, él nunca se ha quedado a dormir, y a veces no sé nada de él por días”.  La llamada de ayer concluyó el objetivo hacia el que, aparentemente, se habían estado dirigiendo durante todos estos meses y terminó finalmente de descuadrar a la pobre muchacha: El galán de unos treinta y cinco años, mitad suizo y mitad indio, pero con una fuerte influencia cultural de esta última parte, había sido presionado por su familia para casarse con una chica de la india mientras todavía era muy chiquillo.

Como si de una faja se tratase en este matrimonio arreglado: no interesa qué tan hábil haya sido la mano de la costurera, cuando se estira muchas veces, las costuras ceden, los elásticos explotan y los gordos salen a flotarNo importa qué tanto intente uno meter la barriga, eventualmente le llega el momento de reventar.

Mi amiga, curiosa, le preguntó por su experiencia y él, muy caballero y sin soltar ninguna indiscreción, la miró y le dijo no te recomendaría que te cases antes de los 30. ¡Ouch! El clavo final del ataúd en el cual mi veinticuatroañera amiga iba a enterrar su corazón. ¿Sería esta acaso la muy directa indirecta de que ya le tocaba a cada uno ir haciendo los planes por su cuenta? “No sé qué hacer” me decía. “Me ha dejado preocupada. No sé si, por preguntarle hacia dónde vamos, lo haga sentirse presionado y lo termine asustando… ¡pero a mí la ansiedad me está matando!” 

No hay respuesta fácil a qué hacer en esta situación. La historia de Alina, sin embargo, me hizo recordar a otra de mis buenas amigas, Fátima, la cual, a pesar de ser una persona muy querida para mí, finalmente estaba logrando cansarme con sus insistentes llamadas. Absolutamente todas tenían como tema un dilema del corazón, ya que, durante sus dos primeras décadas de adultez nunca se había encontrado por más de seis meses sin enamorado.

Ella sufría mucho cada vez que estaba en una relación, y esto se debía simplemente a la infaltable tendencia que tenía de entregarse en cada una de ellas de pies a cabeza desde el primer momento. En una época marcada por una temible emergencia sanitaria, la cual trajo consigo una inminente crisis económica mundial, su galán, quien se desenvolvía exitosamente en el rubro hotelero, se encontraba ahora hecho un manojo de nervios.  

Ella, acostumbrada como estaba a considerar sus relaciones como su primera e indiscutible prioridad, atribuía estas muestras de estrés a una hipotética falta de interés. Quién diría que, al colgar el teléfono, la frustrada pasaría a ser yo, ya que nada que yo le pudiera decir parecía tener cabida en ese guión que bien podría haberse llamado “Los Monólogos de una Víctima”. “Lo voy a dejar” me repetía cada vez que hablábamos, y así continuaba con sus amenazas de soltería.

La última vez que me marcó fue para contarme que se casaba con él. “¡Total, mujerEl chavo del ocho es más fácil de comprender” “No me hables con ese tono, que no sabes lo que se siente ser la última de tus amigas que se vaya a casar”

Pienso entonces en los distintos tipos de presiones que finalmente nos dejan sofocadas, en mis amigas adoradas que día a día se ven sugestionadas. Fuertes imposiciones silencian las más intrínsecas intuiciones. Una está dispuesta a sacrificar su tranquilidad con tal de lograr ese deseado compromiso que le permitiría escapar de la presión del juicio de sus padres,  mientras que la otra está dispuesta a sacrificar sus principios con tal de escapar de la, ahora tan arbitraria, etiqueta de “solterona”.

Yo estoy convencida de que, si llegáramos a internalizar el costo y valor reales de las decisiones que tomamos, probablemente haríamos caso omiso a ese réferi social. ¿Qué es un poco más de tiempo en este partido tan trascendental? No pasemos por alto este fuerte costo de oportunidad. Si tus entrañas no dicen  rotundamente, a seguir buscando, no más. ¿Por qué en mi propio juego voy a dejar que un árbitro externo me diga que mi partido ya acabó cuando yo aún no he terminado de jugar?  



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